Al quinto día y también en relación con el cordero, me fue revelado este
otro secreto de la vida del principito.
Me preguntó bruscamente y sin preámbulo, como
resultado de un problema largamente meditado en silencio:
—Si un cordero se come los arbustos, se comerá
también las flores ¿no?
—Un cordero se come todo lo que
encuentra. —¿Y también las flores que tienen espinas?
—Sí; también las flores que tienen espinas.
—Entonces, ¿para qué le sirven las espinas?
Confieso que no lo sabía. Estaba
yo muy ocupado tratando de destornillar un perno demasiado apretado del motor;
la avería comenzaba a parecerme cosa grave y la circunstancia de que se
estuviera agotando mi provisión de agua, me hacía temer lo peor.
—¿Para qué sirven las espinas? El
principito no permitía nunca que se dejara sin respuesta una pregunta formulada
por él. Irritado por la resistencia que me oponía el perno, le respondí lo
primero que se me ocurrió:
—Las espinas no sirven para nada; son pura
maldad de las flores.
—¡Oh! Y después de un silencio,
me dijo con una especie de rencor: —¡No te creo! Las flores son débiles. Son
ingenuas. Se defienden como pueden. Se creen terribles con sus espinas…
No le respondí nada; en aquel
momento me estaba diciendo a mí mismo: "Si este perno me resiste un poco
más, lo haré saltar de un martillazo". El principito me interrumpió de
nuevo mis pensamientos:
—¿Tú crees que las flores…? —¡No, no creo
nada! Te he respondido cualquier cosa para que te calles. Tengo que ocuparme de
cosas serias. Me miró estupefacto.
—¡De cosas serias! Me miraba con
mi martillo en la mano, los dedos llenos de grasa e inclinado sobre algo que le
parecía muy feo.
—¡Hablas como las personas
mayores! Me avergonzó un poco. Pero él, implacable, añadió: —¡Lo confundes
todo…todo lo mezclas…!
Estaba verdaderamente irritado;
sacudía la cabeza, agitando al viento sus cabellos dorados. —Conozco un planeta
donde vive un señor muy colorado, que nunca ha olido una flor, ni ha mirado una
estrella y que jamás ha querido a nadie. En toda su vida no ha hecho más que
sumas. Y todo el día se lo pasa repitiendo como tú: "¡Yo soy un hombre serio, yo soy un
hombre serio!"… Al parecer esto le llena de orgullo. Pero eso no es un
hombre, ¡es un hongo!
—¿Un qué? —Un hongo. El
principito estaba pálido de cólera.
—Hace millones de años que las
flores tiene espinas y hace también millones de años que los corderos, a pesar
de las espinas, se comen las flores.
¿Es que no es cosa seria
averiguar por qué las flores pierden el tiempo fabricando unas espinas que no
les sirven para nada? ¿Es que no es importante la guerra de los corderos y las
flores? ¿No es esto más serio e importante que las sumas de un señor gordo y
colorado?
Y si yo sé de una flor única en el mundo y que
no existe en ninguna parte más que en mi planeta; si yo sé que un buen día un
corderillo puede aniquilarla sin darse cuenta de ello, ¿es que esto no es importante?
El principito enrojeció y después
continuó: —Si alguien ama a una flor de la que sólo existe un ejemplar en
millones y millones de estrellas, basta que las mire para ser dichoso. Puede
decir satisfecho: "Mi flor está allí, en alguna parte…" ¡Pero si el
cordero se la come, para él es como si de pronto todas las estrellas se
apagaran!
¡Y esto no es importante! No pudo
decir más y estalló bruscamente en sollozos.
La noche había caído. Yo había
soltado las herramientas y ya no importaban nada el martillo, el perno, la sed
y la muerte. ¡Había en una estrella, en un planeta, el mío, la Tierra, un
principito a quien consolar!
Lo tomé en mis brazos y lo mecí diciéndole:
"la flor que tú quieres no corre peligro… te dibujaré un bozal para tu
cordero y una armadura para la flor…te…". No sabía qué decirle, cómo
consolarle y hacer que tuviera nuevamente confianza en mí; me sentía torpe. ¡Es
tan misterioso el país de las lágrimas!
Libro: El Principito, Antoine de Saint-Exupéry
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